A partir del renacimiento, y con el surgimiento de las formas de piedad interior, los oratorios encontraron franco desarrollo en Occidente, constituyéndose pronto en espacios que no solo servían para la meditación personal, sino que se erigían en símbolos de estatus y contribuían, a través de la suntuosidad y riqueza de su recinto, a afirmar el poder de la familia en cuya casa se encontraban. Esta casa se convertía en el punto de referencia requerido donde la familia de élite, encabezada por el padre y su cónyuge, daba cuenta del sistema de valores que, asociados a ella, sería reproducido (Rizo Patrón, 1989, 2000)