Lo que los Reyes traían. Emilia Pardo Bazán Fragmento de la obra El gran establecimiento de juguetería ostentaba por muestra una placa donde, de noche, en caracteres luminosos, leíase: Los Reyes magos. Desde que se acercaba la Navidad, los niños que transitaban por la populosa calle siempre querían detenerse ante el escaparate de Los Reyes magos. En tal época lo presidían los propios reyes, campeando en el sitio más visible, y arrancando al público, y no solo al infantil, exclamaciones de admiración. No era para menos. Bien modeladas las caras y cabezas, tenían esa expresión de realidad que hace a los muñecos parecer personas. Sus cabelleras y sus barbas eran de pelo natural; sus ojos de vidrio, en lo cual seguían una tradición de la vieja imaginería española. Y tan acabadamente estaban hechos esos ojos, que se les notaba el brillo húmedo y la mirada fascinadora de las pupilas humanas. Positivamente, los reyes miraban a los niños pegados al escaparate, y, al juego de las luces eléctricas, hasta dijérase que les sonreían. Estaban los reyes fastuosa y orientalmente vestidos, de brocados de oro y plata, bordados de imitación de perlas y piedras preciosas, y detrás de los tres figurones, tres dromedarios erguían sus jorobas, sostén de una canasta llena de juguetes llamativos: arlequines, mamarrachillos guiñolescos, pierrots pálidos, muñecas pelirrubias, bebés llorantes y con su biberón al lado, perrillos, cuyas lanas eran auténticas, y enfermeritas con sus tocas, donde sangraba la roja cruz. Para completar la lista de anacronismos, también asomaban por los bordes de la canasta las gomas de un automóvil y las aletas de un aeroplano. Y los reyes, tranquilos, repletos de paternal bondad, riendo el negrito con todos sus dientes, más blancos que piñones, presidían tal exposición, la de las canastas y la del escaparate, donde todas las variedades del aire de divertir a la infancia se agolpaban, colocadas hábilmente para tentar el deseo y el capricho de los chiquitines.